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sábado, 28 de julio de 2012

Gloria efímera


Valencia, 27 de julio de 2012. Tercer festejo mayor de la feria de San Jaime. Media plaza. 3 toros de Alcurrucén (1º, 3º bis y 6º), muy desiguales de hechuras y presencia, mansos en varas, embestidores pero a menos primero y último, soso  y descastado el tercero. 2 toros de Adolfo Martín (2º y 4º), más parejos aunque justos de presencia, noble, soso y a menos el segundo, y encastado pero a menos el cuarto. 1 toro de Fuente Ymbro (5º), feo, embestidor pero sin clase. Iván Fandiño, que actuaba como único espada, ovación, ovación, silencio, silencio, oreja y oreja.

Fue un desengaño. Creo sinceramente, y después de los dos experimentos lo afirmo sin duda, que Fandiño no es torero para este tipo de encerronas. No porque le falte valor, o decisión, que ambos los posee, sino porque su escaso repertorio, su toreo sobrio y sin adornos, su escaso –todavía- bagaje por la fiesta, le hacen reiterativo, monótono, escaso de recursos y casi ayuno de gracia o chispa con la que sacar adelante la lidia de seis toros. En Bilbao naufragó; a orillas del mar Mediterráneo a punto estuvo de hacerlo, y sólo los ánimos infundidos por el grande y generoso corazón  de los levantinos terminó por cambiar ligeramente su actitud, camino del abismo, para hacerle entender que aun podía sacar algo en claro cuando le quedaba toro y medio. El apoyo del público ha sido fundamental para su efímero y menos que justo triunfo; sin él no hubiera podido levantar –levemente, sin exageraciones- una tarde aciaga, triste y presumible. En Madrid, sin ir más lejos, esas dos orejas finales se hubieran saldado con sendos saludos a dos buenas estocadas… y para casa con el esportón vacío. Pero aquí las gentes son generosas en todo, o en casi todo, la luz, la alegría festiva, el fuego (entiéndanme bien, no me refiero a los pavorosos incendios que han asolado parajes hasta hace poco igual de generosos y exuberantes), la gastronomía, la acogida… Quizá por eso Valencia, a pesar de ser plaza de primera, reparte con la misma largueza y munificencia trofeos entre los espadas que pisan su más que centenario albero.
Iván Fandiño en actuación precedente

Pero, a pesar del triunfo, el derrotero del festejo fue muy otro. Fandiño sólo hizo tres quites artísticos en toda la corrida (s. e. u o.), cuando aquí, por mor del Reglamento nacional, los toros toman dos varas per cápita –como mínimo-, doce, por ende, como número de partida que a veces puede ampliarse en toros de mucho poder o mansos redomados que sólo toman refilonazos. Tres o cuatro no son suficientes para mostrar la capacidad y variedad que exige este espectáculo en solitario. Tampoco lució los toros como debió. El primer tercio, sobre todo cuando hablamos de ganaderías supuestamente encastadas, debe ser muy diferente; el orden de lidia –hubo bichos que tomaron las varas en el caballo que hacía puerta-, la colocación perfecta de los toros –¡cuántos ayer entraron al relance, al desaire de un capotazo mal dado!-, la distancia –sucesivamente más larga para valorar las condiciones de cada res-, los capotazos justos e imprescindibles –para no robar ni mermar fuerzas a los astados-, la generosidad del que sabe que en el espectáculo del primer tercio se le va también algo del postrero –pese a que el público le reconozca el mérito-, y así tantos detalles. Había que dejar, también, que los toros acudiesen de lejos a los engaños, y no intentar recortar terrenos, achicar espacios –como hizo ayer- ahogando a sus antagonistas –algunos de los cuales hubiesen tenido otro comportamiento y ofrecido otro juego en la distancia media…-, en fin, dejando ver al toro como lo hubiera hecho –y perdónenme de nuevo que señale- el ausente del festejo Javier Castaño.
La empresa tiró a abaratar costes, sin duda, y procuró o aceptó que Iván lidiara en solitario el festejo, cuando hubiese sido más coherente sustituir al herido Castaño por Robleño o por Alberto Aguilar, ambos con méritos recientes y suficientes para figurar en el cartel y que hubiesen aportado otra variedad y riqueza a la corrida. No fue así, y con ello la empresa de Simón Casas se ahorró –seguro- una buena parte de los emolumentos de aquél. Todo, por cierto, a costa del aficionado.
Aunque una parte de lo ahorrado se le iría, por manes del destino y una decisión bastante controvertida, en la sustitución en el ruedo del primer toro de Fuente Ymbro por un sobrero de encaste Núñez del hierro de Alcurrucén. Un toro, el gaditano, sospechoso de pitones, que se partió un asta al rematar en burladero –¿funesta consecuencia del enfundado? y quién sabe si más-, pero que en lo poco que hizo prometía calidades y casta… Eso, ni fue, ni es, motivo de sustitución reglamentaria; el artículo 84 dice que “El Presidente podrá ordenar la devolución de las reses que salgan al ruedo si resultasen ser manifiestamente inútiles para la lidia, por padecer defectos ostensibles o adoptar conductas que impidieren el normal desarrollo de ésta”, esto es, que presente el defecto ostensible a la salida, y no producido durante la lidia; para éste caso también el Reglamento tiene su parecer: “Cuando una res se inutilizara durante su lidia y tuviera que ser apuntillada, no será sustituida por ninguna otra”. La inutilización, por tanto, de la que habla el Reglamento ha de ser severa, no basta solamente con que se parta un pitón, tanto… que haya que apuntillar a la res en el ruedo por suspensión de la lidia. Así que debió dejar al de Fuente Ymbro en el ruedo y posteriormente mandar analizar sus astas.
Sin ver los toros como correspondía a una corrida más torista que otra cosa, sin que Fandiño realizase ninguna faena excepcional, sin que le viéramos una variedad extraordinaria con muleta o capote, sin que siquiera acertara con el acero en sus cuatro primeros toros, la corrida fue una sucesión de pases y pases, muletazos sin mucha calidad –cuando no salían enganchados- que terminaron por aburrir a los aficionados aunque el público a favor, o el ocasional, los aplaudiera por rutina. Sólo en los dos últimos, con el esfuerzo por superarse –que no en su toreo-, y con las dos estocadas por arriba, consiguió salir airoso de un compromiso que le vino muy, demasiado, grande.
      
      
Bajando al por menor de lo acontecido les contaremos que el primero de Alcurrucén fue un toro de 502 kilos (mucho más hecho que cualquiera de los del día precedente), negro listón, manso en varas pero embestidor en la muleta, que fue a menos y que pecó de excesiva flojedad (cinco caídas, dos de ellas antes de varas). Mejor por el derecho de salida –por el zurdo salía suelto-, llegó al último tercio templado por ambos, noble, aunque por la manía de acortar espacios, Fandiño acabó por ahogarlo en buena parte. El bicho necesitaba dos o tres metros de distancia que no le dio. Bien colocado, el de Orduña, lo trasteó con suavidad al principio, aunque en un acelerón el animal perdió el trapo, se le coló, y de ahí el achique de terrenos. Era un toro serio, fijo en la franela, pero que terminó por perder interés y tardear sin remedio. Una estocada caída, con algo de derrame lo mandó al Walhalla táurico.
El segundo fue un albaserrada de Adolfo Martín, de nombre Aviador, con 505 a los lomos, cárdeno oscuro, feote y sospechoso de cabeza, manso en los caballos, pero noble en la muleta, hasta que se complicó a la usanza de los de su casta. Tampoco éste tuvo fuerzas como para lucir otra cosa (dos caídas antes de los del castoreño y cuatro más en el tercio de muerte). Así como el vizcaíno había hecho un quite en el primero, en éste no lo hubo, y nada vimos con el percal. Con la franela, llevándolo de abajo para arriba, comenzó una faena sin transmisión y sin continuidad, pasándolo de uno en uno, hasta que el toro le prendió en un descuido y le rompió el chaleco de muy mala manera, mandándole un recado a la cara que de haberlo alcanzado hubiera terminado ahí el festejo (ya sé que había dos sobresalientes…). Más emotiva la faena desde ese momento, hubo sendas tandas –una por pitón- más meritorias, pero sin pasar de voluntarioso. Media espada, también caída y atravesada, y un descabello le remitirían al desolladero.
Me gustó el tipo y comportamiento del tercero de Fuente Ymbro, ese al que el pitón le mandaría de vuelta a chiqueros con los bueyes; una pena. En su lugar saldría Mulero, de Alcurrucén, un bicho de 520 kilos, negro girón y calcetero, manso, soso, deslucido y sin casta. Todo un cambio... para mal. Comenzó saltando la barrera por el 7, sin emplearse en los engaños y saliendo de aquéllos distraído. Pareció que mejoraba en la primera vara, pero era efecto de bravucón, no hubo quite artístico alguno, y tras de bastante desorden en banderillas, y un muleteo sin entrega por ambas partes (el toro a media altura, él sin bajarle la cara y en paralelo), acompañaría a sus hermanos de un pinchazo desprendido, otro hondo por idéntico lugar y un descabello sin estocada por tal nombre, aunque ahondaran los capotazos el lesivo acero.
El cuarto fue, de nuevo, un albaserrada de Adolfo, Vanidoso de mote, 480 kilos, cárdeno, más tocado de púas, justito de carnes y remate, pero que cumplió en varas, desarrolló casta y vino después algo a menos. Tampoco en éste vimos toreo de percal apreciable, ni quite, pero al menos la pelea en el peto –sin castigo para la res- fue mejor que la de su hermano, metiendo mejor la cara en el caballo, aunque saliendo con entera facilidad. Un tanteo por alto daría principio a la faena, yendo el bicho sin necesidad alguna de toque, generoso, pero revolviéndose de vez en cuando –quizá por falta de remate más atrás, o con mayor salida, en los lances-. Así que visto que el toro podía preocupar, Fandiño acortó distancias y lo ahogó, complicándolo aún más. Y la faena… a menos. Embarullado por no darle aire, teniendo que rectificar constantemente su terreno, el espada optó por la cantidad, hasta que el toro se cansó de acudir a la cita. No se puso pesado el diestro, y le dio dos pinchazos desprendidos –que es casi como decir que no estaban en su sitio- y una entera por arriba que requirió de un postrer golpe en la nuca.
La tarde iba como la capa de este cuarto… Salió en quinto lugar Víbora, de Fuente Ymbro, un toro feo, badanudo, corto y bastante hondo de pechos, como sobrante de cualquier lote, con 530 kilos, también rarete de puntas, negro de capa y manso y con poca clase en los engaños, pese a que repitió de sobra. Nada tampoco con el capote de salida, aunque –ahora sí- quitó por chicuelinas ajustadas… y poco más. Comenzó muleteando por estatuarios a una mano, con el toro algo bronco y protestón por momentos, y sin terminar de cogerle el aire fue instrumentando lances por la derecha que más acompañaban que dirigían las embestidas de la res. No decía nada de nada… pero sonó la música, se alegró el personal y cogió Fandiño la zurda… Y no pasó nada nuevo, si no es que los lances salieron algo más sucios que por la derecha. No importaba, la actitud del respetable había trocado su indiferencia por el ánimo de empujar al diestro al triunfo, y tras dos series más en las que abundaron los toques de la tela, y tras de unas manoletinas, al despacharlo de una entera por arriba, buena, consiguió ese primer trofeo y la apertura a la esperanza.
La de la Puerta Grande de la calle Játiva vendría en el último, también de Alcurrucén, Chispero de apodo, negro mulato de 590 kilos (ciento y pico más que el más chico de los corridos), largo, ensillado, algo avacado de cuerna, pero un señor toro, manso eso sí, pero embestidor aunque a menos a lo largo del último encuentro. Muy manso y abanto tuvo que entrar hasta cinco veces a los de aúpa para que le hicieran la sangre correspondiente sin que saliese de estampida. Con el toro casi entero comenzó –ya con todo a su favor- el trasteo de Iván mientras el toro repetía con genio. Anduvo firme el diestro, desde fuera, eso sí, pero sin amilanarse, y volvió a optar por la distancia corta, donde el bicho, aunque respondiera, no tenía tantos humos. A mí me hubiera gustado verle someterlo en la distancia…, mal aficionado que es uno. Y sin colocarse en su preciosa rectitud, y estrechando lazos con el cornúpeta, fue hilando una deslavazada faena, en la que el animal se fue apagando por mor de la colocación y los espacios. Unas bernardinas finales, con pausas, de una en una, a punto estuvieron de echar por tierra los ánimos del respetable, pero un pinchazo saliendo prendido al encunarse –por la ansiedad- y una soberbia estocada los recuperaron para la gloria efímera de una tarde levantina. Gloria escasa, justa, excesiva para los méritos contraídos, pero gloria al fin, aunque no haya de valerle gran cosa. Hay que medir mejor estos compromisos.

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