Etiquetas

miércoles, 29 de agosto de 2012

Dos libros fundamentales sobre la historia de la licitud taurina


Durante siglos la obra del capitán de fragata y director de la Real Academia de la Historia, don José Vargas Ponce ha pasado como modelo de erudición en el ámbito taurino y obra casi definitiva en cuanto a sus argumentos en contra de la fiesta de los toros. Su Disertación, (Disertación sobre las Corridas de Toros; Madrid, Real Academia de la Historia, 1961. Edición ordenada y revisada por D. Julio F. Guillén y Tato. Archivo Documental Español publicado por La Real Academia de la Historia, Tomo XVII. XXXVI + 489 págs., 1 hoja) escrita y leída entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, ha sido fuente donde han bebido tanto los apasionados al mundo de los toros, como sus no menos pasionales detractores.


Escrita en tono censurador, desaprobatorio del más popular de cuantos festejos públicos se celebraban entre ambos siglos -junto al teatro-, se nos ha mostrado siempre como ejemplo del antitaurinismo del siglo de las luces, aquél que recopilando noticias, argumentos, autores y fuentes, ofrecía un caudal inagotable de recursos y sentencias contra la fiesta de los toros.
He de reconocerles, yo también, que hasta cierto punto me abrumaba –y supongo que otro tanto le ocurriría a otro buen puñado de aficionados sinceros- la ingente recopilación de citas y autores conocidos en defensa de la abolición del espectáculo, a la par que, achicando su auténtico valor, minimizaba a los tolerantes o apologistas del espectáculo más nacional –por más que le pesara a otro ilustrado insigne, don Gaspar Melchor de Jovellanos-. Y, sin embargo, me parecía que algo no quedaba meridianamente claro en la exposición del marino gaditano. Un espectáculo tan mal defendido –al parecer- durante siglos, tan eficaz y contundentemente atacado sobre su misma línea de flotación, no hubiera podido navegar a través de dos siglos más, aumentando en frecuencia, popularidad y pasión. Algo debía esconderse en el trasfondo de la obra de Vargas Ponce que motivara que, en su día no viera la luz pública, por una parte, y que no hubiera, por otra, conseguido sus muy perseguidos fines.
Vargas Ponce, a pesar de su ilustración, no pudo hundir la nave enemiga. Sus arrebatadas e indignadas palabras quedaron mudas de imprenta durante casi dos siglos. Y cuando por fin estuvieron al alcance de todos, publicadas en la colección del Archivo Documental Español de la Academia de la Historia, a pesar de su agobiante y aplastante discurso, se nos antojaron, si no baladíes que nunca lo fueron, sí sesgadas y falaces. Siempre tuve la honda convicción de que tras ellas había, debía haber algo –gato- escondido. Bien es verdad que, fundamentalmente por el acopio de citas latinas -para los que pasamos por el estudio de la universal lengua clásica casi de puntillas-, se nos hacía harto difícil llegar a entender todo el significado y alcance de muchos de los autores citados, especialmente de los siglos XVI y XVII, y ello suponía un lastre de demasiado peso.

Fue el feliz descubrimiento de nuestro autor, de Jesús María García Añoveros, el que definitivamente puso a mi alcance al maestro que podría llevar a cabo la dura lid con el texto de Vargas Ponce. Horas de conversación, de intercambio de noticias, datos y pareceres fueron pergeñando la idea que hoy se plasma en forma de libro: era preciso desmitificar a Vargas Ponce, era preciso analizar con detalle su texto y encontrar sus flaquezas, sus errores, su tergiversación de la historia o sus aciertos plenos.
Y nadie mejor cualificado que mi buen amigo García Añoveros para llevarlo a cabo. Lo hizo, además, en dos obras magníficas, torrente de erudición y recopilación, ciencia y paciencia, en las que aborda el tema de la licitud de las fiestas de toros, primero en las controversias de los siglos XVI y XVII, y más tarde, entre los ilustrados, que en España alcanza entre mediados del siglo XVIII y el siguiente.
En la primera de ellas, verdadero ejemplo de historia bien hecha, aborda el tema de la licitud del espectáculo entre los moralistas, canonistas y escritores de la época de los Austrias. El título, es cautivador: El hechizo de los españolesLa lidia de los toros en los siglos XVI y XVII en España e Hispanoamérica. Historia, sociedad, cultura, religión, derecho ética (Madrid, Unión de Bibliófilos Taurinos, 2007). En ella analiza textos, traduce obras latinas, recopila cuantos materiales han sido abordados por autores precedentes (como Vargas Ponce, por ejemplo) como otros que le ha brindado su dilatada experiencia e investigación durante décadas. Junto a ello abordará los textos y Bulas Papales y las que se derivan de Concilios, Sínodos y Constituciones eclesiásticas para conocer también el alcance que pudieron tener las disposiciones de la Iglesia Católica en la materia.  Y de todo ello se desprende, como no podía ser de otra forma, la aceptación general –por más que siguiese habiendo sus detractores particulares- de la licitud moral de las corridas de toros, si éstas observaban las medidas mínimas de precaución y de conservación de la importante vida humana.
 Pero no podía quedar ahí la cosa, y fruto de su interés por el tema, y animado por el que subscribe, tras dictar sendas conferencias magistrales en el Aula de Tauromaquia de la Universidad CEU San Pablo sobre el particular, fue el momento de abordar la obra de Vargas Ponce y a la par de otro buen conjunto de pensadores e ilustrados de los siglos XVIII y XIX. Paso a paso, con método implacable, serio, riguroso, brillante, García Añoveros irá analizando los textos y pareceres de apologistas y detractores del espectáculo a lo largo del siglo y pico que, poco más o menos, pudo durar ese impulso ilustrado en nuestra nación.
Textos para recapacitar; textos para entender cómo, en los siglos XVI y XVII se discutía sobre la licitud moral del espectáculo, porque interesaba, sobre todo y ante todo, el propio ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, dotado de un alma inmortal cuyo destino –así planeado por el Creador desde el inicio de los tiempos- era la salvación eterna y el goce del nuevo paraíso –no el efímero terrestre, sino el definitivo y eterno celestial- en su compañía. Así, los moralistas y canonistas de ambos siglos se empeñaron en una ardua y denodada batalla sobre si la fiesta era moralmente lícita, porque el hombre debía salvarse para el mundo venidero y no podía morir en pecado –por un azar- en corrida de toros, privándole así del goce eterno. El hombre era su principal centro de atención; y más que él mismo, su alma y su salvación eterna. Visión humanista que hoy ha desaparecido en tantas y tantas expresiones abolicionistas, donde a la par que se defiende la “humanización” del animal, se ataca al propio diestro que arriesga su vida ante las astas de la fiera, al que se le llega a desear mala muerte en la lid.
Sin perder esa amplia visión humanista, una vez derrotados los detractores del festejo en aquella primera pírrica victoria de los legitimistas, hubieron de pasar, en el siglo de las luces, la mira de sus embates a la propia circunstancia vital de sus contemporáneos. Seguía siendo el hombre su centro de interés, su misma vida terrenal la que importaba, su calidad de vida –tal y como hoy lo expresaríamos-, sus necesidades de educación y culturización, alimento, industria y desarrollo. Pero en definitiva, seguía siendo el ser humano el que les movía a intentar desterrar el por ellos llamado “bárbaro y cruel espectáculo sangriento”, porque en ellos el diestro –ya profesionalizado, y con ello desterrada esa objeción moral tan frecuente en los dos siglos precedentes- podía encontrar triste fin –salvárase o no su alma-, y los que acudían a él como espectadores –de pago, ya que se desarrolla el festejo en recintos aislados y se comercializa el mismo, creándose la figura del empresario particular- podían perder jornales, riqueza material, riqueza moral –en forma de malas costumbres y compañías, o en los tan denostados en aquel momento mezcla de sexos y de clases, actitudes explosivas o expresiones malsonantes- y es tal pérdida de productividad y jornales, o la matanza de toros y caballos y los perjuicios que con ello se pueden generar a la agricultura, transporte, alimentación y economía, los que priman en el espíritu ilustrado.

En tales asuntos anduvieron unos y otros enfrascados hasta mediado el siglo XIX, en que una nueva hornada de abolicionistas toma el relevo para ampararse ahora en la sociedad, más que en el hombre mismo. Las nuevas corrientes sociales, las influencias europeas en dicha materia social y económica, hacen que, una vez más, el abolicionismo cambie de perspectiva, desviando su mira desde el hombre a la sociedad. Ya no es, propiamente, el ser humano en su individualidad el que puede verse amenazado por la fiesta y sus consecuencias, es la propia sociedad; y si antes eran más o menos tímidos o irrisorios los argumentos económicos, cobran ahora inusitada fuerza, y a su vez se multiplican argumentos en torno a la decencia, la educación o el civismo. Se llega a decir que la fiesta es escuela de delincuencia, y que en ella se vician las costumbres de los concurrentes, especialmente de los más jóvenes, hasta conseguir seres asociales con marcada tendencia al delito. Pero, así y todo, seguía el ser humano –ahora desdibujado en la sociedad- siendo el principal objeto de la supuesta protección de quienes se empeñan en protegernos con sus prohibiciones al espectáculo.
Esta visión general de las principales corrientes a favor o en contra del festejo, durante siglo y pico, son las que García Añoveros nos trae a colación, en su segunda obra Los ilustrados y los toros (Madrid, Unión de Bibliófilos Taurinos, 2011) sin necesidad de agotar el tema. Y fiel a su método de historiador concienzudo, ajeno a las divagaciones ensayísticas –como las que ahora estamos realizando-, nos va desgranando el contenido de unas y otras obras. Lenta, pero inexorablemente va avanzando por sus textos, fijándose en autores y en citas, en argumentos, diatribas y alabanzas a la fiesta. Y así, como ya imaginábamos, nos descubre a un nuevo Vargas Ponce que, ajeno a su pretendida función de historiador, faltando a la norma que debía ser guía para quien ocupó el sillón de la presidencia de la docta Academia de la Historia, falsea comentarios, recorta textos y utiliza frases fuera de contexto para sumar a su propio bando a quienes en lo pretérito no lo habían hecho. Es ahí donde la labor de historiador sincero y meticuloso de García Añoveros, nos muestra los textos en su propio ser, donde las citas se completan, donde frente al pretendido acopio de autores contrarios a los toros, acaba por demostrarnos que de los 47 citados por Vargas, sólo 20 están manifiestamente enfrentados a la licitud del festejo taurino, mientras que 15 son favorables al mismo y otros 12 son neutrales o no se les puede encuadrar en el bando antitaurino, ya que, aunque contrarios al espectáculo, admiten su licitud. Otro tanto hará, como ya hizo en el Hechizo, o en alguna otra previa publicación (dos de ellas de la Universidad CEU San Pablo), con las Bulas papales, desmenuzando su complicado texto, explicando –más brevemente que en ocasiones precedentes- su argumentación y alcance, dejando bien sentado, al fin, que desde la silla de san Pedro acabarían por admitir el festejo desde el punto de vista moral, si bien persistiría la limitación de asistencia a  los clérigos regulares y la enérgica recomendación de que no se celebraran éstos en días festivos. También repasará la interesada y manipuladora versión que ofrece Vargas Ponce de los textos sinodales y conciliares que hablaron de la fiesta, limitándola a sus estrictos términos: la prohibición de asistencia a los clérigos regulares y la negativa a que se autorizaran en días festivos en términos generales. Vargas había manipulado aquellos, hasta hacernos creer que unos y otros atacaban directamente la licitud moral del festejo, en lo que falsea con absoluto descaro la realidad.

Gracias a Jesús María García Añoveros volvemos a recrear tales pasiones, tales polémicas, comprendemos mejor su alcance y contenido, y si hace unos años nos deleitaba con el enfoque sobre el pasado remoto de la fiesta, con las controversias sobre la licitud moral del espectáculo taurino, ahora en esta nueva obra, nos muestra en conjunto el enfrentamiento nacido en el seno de la Ilustración. Y cómo, pese a ataques desesperados, la corrida ilustrada sigue hoy vigente como antaño, transformada, lógicamente, con el paso de los años, pero reciamente afianzada en un festejo que tuvo la suerte de nacer en el siglo de las luces tal y como hoy lo vemos desarrollarse. García Añoveros acabará por decir: “Para el historiador que escribe estas líneas, que desea quedarse al margen de estas actitudes, pues su propósito únicamente ha sido el realizar un examen de la obra de Vargas Ponce desde el punto de la crítica histórica, la Disertación no es una obra científica”. Por el contrario, finalizará su obra, precisamente, con una frase apologética sacada del propio Salazar: “los españoles apasionados a las fiestas taurinas deben esperar, y esperan en efecto, que triunfará la justicia de su causa y que serán mantenidos en el goce e inmemorial posesión de este espectáculo eminentemente nacional en que tanto se complacen”. 

Texto extraido parcialmente del Prólogo a "Los ilustrados y los toros"

2 comentarios:

  1. Don Rafael: Esa última expresión, "no es una obra científica", es quizás lo que ha perjudicado la defensa de la Fiesta. Hogaño, los antitaurinos aplican algo parecido al llamado "método científico" a sus diatribas y por eso aparentan tener consistencia y sustento, en tanto que los que intentamos defenderla andamos un poco dando palos de ciego, señalando los bienes que ha aportado a la humanidad, pero sin orden, concierto o método, creo.

    Así han llegado a conclusiones tan lastimosas como la de asegurar que hay "un acercamiento entre las especies" (refiriéndose claro está, a los animales vertebrados) y que por ese "parentesco en apariencia", los festejos taurinos pecan de ilicitud y de inmoralidad, porque "se violan y se niegan los derechos de los animales".

    Quizás sea ya tiempo de destruir esas afirmaciones producto de lo que atinadamente se llama "pseudo-ciencia" y aplicarnos nosotros con una metodología adecuada a demostrar lo que es evidente, que aunque por ello no es necesario, pero tal parece que algunos requieren de tal prueba.

    Con mi respeto desde Aguascalientes, México.

    ResponderEliminar